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¿Quién nos cuida?

Roberto Acosta

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Foto: Adolfo Vladimir

Los acontecimientos de los últimos días en la ciudad de Guadalajara por la muerte de Giovani López en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, no es un hecho aislado, sino la materialización de la situación actual del país, un México convulso. Como si no tuviéramos suficiente con los estragos de la pandemia por el COVID-19, volvió a manifestarse una enfermedad que ha estado presente, incesante y que ha provocado la perdida de tranquilidad de la ciudadanía: el abuso de autoridad por parte de las fuerzas policiacas cuya obligación es y debe ser siempre, sin titubeos, salvaguardar nuestra seguridad y bienestar.

Bajo el contexto de las protestas realizadas en Estados Unidos y el mundo por la muerte de un ciudadano afroamericano a manos de policías de la ciudad de Minneapolis el pasado 25 de mayo, en el que se observó el despertar de la comunidad afroamericana y ciudadanía en general para exigir el respeto a los derechos y no discriminación hacia dicha comunidad, los jaliscienses nos despertamos el 3 de junio con una noticia que estrujó hasta el más fuerte de los cimientos de nuestra sociedad. Policías del municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, arrestaron a un joven de 30 años, Giovanni, el cual, un día después de su arresto apareció sin vida en el Hospital Civil de Guadalajara con signos de tortura.

No solo es indignante la muerte de Giovani a manos de la policía, sino que, el hecho se dio a conocer un mes después de haberse consumado el acto. La respuesta de la ciudadanía ante este hecho no se hizo esperar, los reclamos inundaron los perfiles de miles de cuentas de usuarios de estas redes exigiendo justicia bajo el hashtag #JusticiaParaGiovanni. La situación no es para menos, durante años hemos sido testigos de cómo en todo el país se han documentado escenas en donde los policías en lugar de ser nuestros protectores se convierten en perpetradores de actos que van en contra de los principios de su integración y funcionamiento, tal es el caso de lo sucedido en Tijuana, Baja California en marzo de este año, donde un hombre en situación de calle fue asfixiado hasta la muerte por policías al ser detenido por aventar piedras a los automovilistas.

El reclamo no se quedó en la inmensidad del ciberespacio. La ciudadanía, en su mayoría jóvenes, salieron a las calles de la ciudad para hacer extensivos sus reclamos hacia lo que consideran el origen de este problema, el gobierno. Sin hacer distinción del orden de gobierno al que correspondía lo sucedido en Ixtlahuacán, los reclamos se dirigieron hacia Palacio de Gobierno del Estado de Jalisco y un al día siguiente a las instalaciones de la Fiscalía. Lo que sucedió después fueron escenas dantescas. Los reclamos se convirtieron en manifestaciones de odio e ira hacia el gobierno, en la que la respuesta del cuerpo policial manifestó la brutalidad con la que actúan, imágenes de jóvenes golpeados, ensangrentados y otros arrestados bajo protocolos poco ortodoxos (vestidos de civil, encapuchados y armados con palos).

Si bien es cierto que el Estado posee la potestad del uso legítimo de la fuerza, la respuesta y las acciones de los cuerpos policiacos y el gobernador de Jalisco que se presentaron durante estas manifestaciones, ponen en duda las capacidades para coordinar esta tarea de manera efectiva y con apego a la ley de los derechos de todas y todos los jaliscienses. La falta de protocolos para atender manifestaciones y salvaguardar en todo momento los derechos humanos de los manifestantes brillaron por su ausencia.

Peor aún, si tomamos en cuenta las declaraciones del gobernador en torno a que los hechos ocurridos en las inmediaciones de la Fiscalía son producto de la intromisión en la corporación del crimen organizado, es entonces cuando nos preguntamos ¿en manos de quién está nuestra seguridad? ¿quién nos asegura manifestarnos libremente?... ¿Quién nos cuida?


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