Foto: Adolfo Vladimir Los
acontecimientos de los últimos días en la ciudad de Guadalajara por la muerte
de Giovani López en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos, no es un
hecho aislado, sino la materialización de la situación actual del país, un
México convulso. Como si no tuviéramos suficiente con los estragos de la
pandemia por el COVID-19, volvió a manifestarse una enfermedad que ha estado
presente, incesante y que ha provocado la perdida de tranquilidad de la
ciudadanía: el abuso de autoridad por parte de las fuerzas policiacas cuya
obligación es y debe ser siempre, sin titubeos, salvaguardar nuestra seguridad
y bienestar. Bajo el contexto
de las protestas realizadas en Estados Unidos y el mundo por la muerte de un
ciudadano afroamericano a manos de policías de la ciudad de Minneapolis el
pasado 25 de mayo, en el que se observó el despertar de la comunidad
afroamericana y ciudadanía en general para exigir el respeto a los derechos y
no discriminación hacia dicha comunidad, los jaliscienses nos despertamos el 3
de junio con una noticia que estrujó hasta el más fuerte de los cimientos de
nuestra sociedad. Policías del municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos,
arrestaron a un joven de 30 años, Giovanni, el cual, un día después de su
arresto apareció sin vida en el Hospital Civil de Guadalajara con signos de
tortura. No solo es
indignante la muerte de Giovani a manos de la policía, sino que, el hecho se
dio a conocer un mes después de haberse consumado el acto. La respuesta de la
ciudadanía ante este hecho no se hizo esperar, los reclamos inundaron los
perfiles de miles de cuentas de usuarios de estas redes exigiendo justicia bajo
el hashtag #JusticiaParaGiovanni. La situación no es para menos, durante años
hemos sido testigos de cómo en todo el país se han documentado escenas en donde
los policías en lugar de ser nuestros protectores se convierten en
perpetradores de actos que van en contra de los principios de su integración y
funcionamiento, tal es el caso de lo sucedido en Tijuana, Baja California en
marzo de este año, donde un hombre en situación de calle fue asfixiado hasta la
muerte por policías al ser detenido por aventar piedras a los automovilistas. El reclamo no se
quedó en la inmensidad del ciberespacio. La ciudadanía, en su mayoría jóvenes,
salieron a las calles de la ciudad para hacer extensivos sus reclamos hacia lo
que consideran el origen de este problema, el gobierno. Sin hacer distinción
del orden de gobierno al que correspondía lo sucedido en Ixtlahuacán, los
reclamos se dirigieron hacia Palacio de Gobierno del Estado de Jalisco y un al
día siguiente a las instalaciones de la Fiscalía. Lo que sucedió después fueron
escenas dantescas. Los reclamos se convirtieron en manifestaciones de odio e
ira hacia el gobierno, en la que la respuesta del cuerpo policial manifestó la
brutalidad con la que actúan, imágenes de jóvenes golpeados, ensangrentados y
otros arrestados bajo protocolos poco ortodoxos (vestidos de civil,
encapuchados y armados con palos). Si bien es
cierto que el Estado posee la potestad del uso legítimo de la fuerza, la
respuesta y las acciones de los cuerpos policiacos y el gobernador de Jalisco
que se presentaron durante estas manifestaciones, ponen en duda las capacidades
para coordinar esta tarea de manera efectiva y con apego a la ley de los derechos
de todas y todos los jaliscienses. La falta de protocolos para atender
manifestaciones y salvaguardar en todo momento los derechos humanos de los
manifestantes brillaron por su ausencia. Peor aún, si
tomamos en cuenta las declaraciones del gobernador en torno a que los hechos
ocurridos en las inmediaciones de la Fiscalía son producto de la intromisión en
la corporación del crimen organizado, es entonces cuando nos preguntamos ¿en
manos de quién está nuestra seguridad? ¿quién nos asegura manifestarnos
libremente?... ¿Quién nos cuida? |
Roberto Acosta
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